viernes, 4 de septiembre de 2009

Mudanza

Hacia poco que nos habíamos mudado a la casa de la abuela Maruja y del abuelo Coco. Todo era nuevo y diferente, y lo mejor era que íbamos a estar en un solo lugar, nos desilusionaba tener que estar todo el día en la casa de los abuelos y de noche irnos con mamá a la casa de la otra abuela, la madre de mi papa, que no era ni buena ni amigable, nunca lo fue.
Nuestra corta vida fue cambiando lentamente. Mi abuelo, terco y testarudo, pero con tanta bondad que se le caía de los ojos, era quien nos llevaba a la escuela y nos iba a buscar, y era también quien nos llevaba de excursión a la quinta, a la laguna de los patos, o nos traía en la carretilla sobre una montaña de hinojo para escuchar los gritos de mamá, teníamos barro hasta en los dientes, otra vez al agua, aunque a los cinco minutos encontrábamos algo nuevo para ensuciarnos.
Los olores nos marcaban el camino. La mazamorra con leche caliente, el gofio, las tortas de manzanas, los frascos con pulpa de tomate, la conserva de morrones, las uvas maduras de los parrales que crecían por todos lados.
Y al llegar el verano éramos las encargadas de pisar las uvas de las que salía el vino patero que tomaban los grandes durante todo el año. Nos metíamos en un barril enorme llenos de esas pequeñas bolitas negras, salíamos cuando ya nos ardían los pies y nos quedaban pintados de violeta.
Eramos artífices y creadoras de nuestros propios juegos. De nuestros propios códigos. De la risa que reinaba en nuestra casa. Podía venderle a mi hermana un kilo de pasto por albahaca, jugar en la carpita, sacar frutillas de la casa de los Campanella. Y de vez en cuando volvíamos a vivir en la jungla, en nuestras escapadas a los cañaverales que estaban cerca.
Fuimos creciendo. De la quinta nos fuimos a jugar a la vereda, con todos los demás niños del barrio y hasta que aprendí a andar en bicicleta mi hermana me llevaba en la parrilla de la bici Graciela roja que le había traído Papa Noél.
El abuelo y la abuela siempre estaban. También estaba la quinta, los canteros de tomates, los gansos a los que tanto miedo les tenía, los conejos, la oveja que se comía hasta las hojas del gomero.
A los pocos años el abuelo, el gruñon, el que no sabía como mostrar su amor si no era con algún grito, o haciendo todo lo que le pedíamos después de un sermón de varias horas y unos cuantos rezongos, se enfermó y se fue muy lejos, para nosotros el cielo todavía existía aunque no pudiéramos llegar.
La casa no volvió a ser la misma. La laguna de los patos fue tapada con tierra, los animales fueron desapareciendo de a poco, hasta que un día vendieron el terreno y nos quedamos sin quinta y sin abuelo.
La abuela ya no cocinaba tanto como antes y los olores no marcaban el camino. La pulpa de tomate la compraban en el almacén y las uvas las vendían en cajones.
Ya solo jugabamos en la vereda, o nos ibamos de picnic al parque Rivera.
Tiempo después se enfermó la abuela. Y voló al cielo, con el abuelo, dejando la casa sin comida casera y con un agujero que no pudimos llenar ni tirando paredes.
Todo fue distinto. Nos mudamos a un departamento cerca, pero chiquito, no teníamos animales, solo el Ringo, ni verdura fresca. Aprendimos a vivir con sus ausencias.
Los busco todavía en algún lugar del cielo, en el que ya no creo, nunca los encuentro.
Pero de alguna manera, silenciosa e invisible, me acompañan desde que soy chiquita. Puedo soñar con ellos cuando los olores me permiten viajar a otras latitudes, y volver en un colchón de hinojo a la casa grande, al aljibe, a la laguna de los patos, a correr entre tomates frescos.